Un amigo me contó una historia sobre una cita arreglada.
No fue el amor más apasionado de su vida, pero sí la comida que más le quedó grabada en la memoria.
Tenía 33 años, ella 29, trabajaba como asistente administrativa en una empresa privada. La primera vez que se vieron, ella vestía de manera apropiada, hablaba con calma, y desde el primer momento transmitía una especie de mirada fría y analítica.
Le preguntó qué hacía, cuánto ganaba, si tenía casa, en qué distrito, si había pagado la hipoteca. Cada pregunta parecía una encuesta, precisa, directa, sin rodeos.
Mi amigo sonrió y respondió, ella asintió con seriedad, como si tomara notas en su interior. La comida no fue incómoda, pero tampoco relajada. Su tono era tranquilo, pero sin calidez; parecía más una selección que una charla.
Al terminar, ella dijo con tono apático: “Eres buena persona, pero tus condiciones son un poco bajas.” Él asintió sin responder. Sabía que en este mundo hay muchas personas que no buscan amor, sino cuentas que saldar.
Años después, mi amigo fue a una empresa privada a negociar una colaboración. Al entrar, la vio sentada en una mesa, con el cabello algo despeinado, y en su placa decía “Asistente administrativa”.
En ese momento, sus miradas se cruzaron y pareció que el tiempo se detuvo suavemente. Ella fue la primera en hablar, con una sonrisa algo rígida: “Qué coincidencia.” Él también sonrió: “Sí, qué suerte.”
Durante la reunión, ella salió a atender una llamada. Al volver, tenía los ojos ligeramente rojos, pero se esforzaba por mantener la compostura y seguir organizando documentos. Al terminar, él se quedó un momento y preguntó en voz baja: “¿Estás bien?”
Ella sonrió y asintió, luego negó con la cabeza. “Mi mamá tuvo cáncer el año pasado, y mi hermano todavía está en la universidad.” Su sonrisa era como un cristal roto, brillante pero que cortaba por todas partes.
Hizo una pausa y de repente dijo: “En realidad, ese día en la cita, me gustaste mucho. Pero en ese momento, mi mamá acababa de ser diagnosticada, y yo buscaba a alguien en quien confiar.” Mi amigo guardó silencio, sin decir nada.
Ella sonrió suavemente: “Luego encontré a alguien que tenía casa, pero a los seis meses de casados nos separamos. Él bebe, golpea. Ahora estoy sola, manteniéndome con mi salario y turnos nocturnos.”
En ese instante, el ambiente quedó sorprendentemente silencioso. Ella preguntó en voz baja: “¿Ahora estás bien?” Él asintió: “Más o menos.”
Ella sonrió, con una mirada algo apagada: “Si en aquel entonces hubiera preguntado menos ‘¿Tienes casa?’, ¿cómo habríamos sido?” Mi amigo la miró y respondió con calma: “Quizá no seríamos como ahora.”
Ella no dijo más, solo bajó la cabeza y se secó las lágrimas en los ojos.
Al llegar a ese punto, mi amigo quedó en silencio por mucho tiempo. Dijo que en ese momento entendió que muchas personas no es que no sepan amar, sino que tienen miedo a perder. Ella preguntó por su ingreso porque la realidad la asustaba; que no le gustara su condición, porque la vida la obligaba a calcular.
Pero cuando el amor empieza a calcular, ya pierde su calor. Resulta que a veces la vida no necesita venganza, solo que uno pruebe un poco del contraataque del destino, y eso basta.
#HistoriaDeUnaCitaArreglada
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Un amigo me contó una historia sobre una cita arreglada.
No fue el amor más apasionado de su vida, pero sí la comida que más le quedó grabada en la memoria.
Tenía 33 años, ella 29, trabajaba como asistente administrativa en una empresa privada. La primera vez que se vieron, ella vestía de manera apropiada, hablaba con calma, y desde el primer momento transmitía una especie de mirada fría y analítica.
Le preguntó qué hacía, cuánto ganaba, si tenía casa, en qué distrito, si había pagado la hipoteca.
Cada pregunta parecía una encuesta, precisa, directa, sin rodeos.
Mi amigo sonrió y respondió, ella asintió con seriedad, como si tomara notas en su interior.
La comida no fue incómoda, pero tampoco relajada.
Su tono era tranquilo, pero sin calidez; parecía más una selección que una charla.
Al terminar, ella dijo con tono apático: “Eres buena persona, pero tus condiciones son un poco bajas.”
Él asintió sin responder.
Sabía que en este mundo hay muchas personas que no buscan amor, sino cuentas que saldar.
Años después, mi amigo fue a una empresa privada a negociar una colaboración.
Al entrar, la vio sentada en una mesa, con el cabello algo despeinado, y en su placa decía “Asistente administrativa”.
En ese momento, sus miradas se cruzaron y pareció que el tiempo se detuvo suavemente.
Ella fue la primera en hablar, con una sonrisa algo rígida: “Qué coincidencia.”
Él también sonrió: “Sí, qué suerte.”
Durante la reunión, ella salió a atender una llamada.
Al volver, tenía los ojos ligeramente rojos, pero se esforzaba por mantener la compostura y seguir organizando documentos.
Al terminar, él se quedó un momento y preguntó en voz baja: “¿Estás bien?”
Ella sonrió y asintió, luego negó con la cabeza.
“Mi mamá tuvo cáncer el año pasado, y mi hermano todavía está en la universidad.”
Su sonrisa era como un cristal roto, brillante pero que cortaba por todas partes.
Hizo una pausa y de repente dijo: “En realidad, ese día en la cita, me gustaste mucho. Pero en ese momento, mi mamá acababa de ser diagnosticada, y yo buscaba a alguien en quien confiar.”
Mi amigo guardó silencio, sin decir nada.
Ella sonrió suavemente: “Luego encontré a alguien que tenía casa, pero a los seis meses de casados nos separamos. Él bebe, golpea. Ahora estoy sola, manteniéndome con mi salario y turnos nocturnos.”
En ese instante, el ambiente quedó sorprendentemente silencioso.
Ella preguntó en voz baja: “¿Ahora estás bien?”
Él asintió: “Más o menos.”
Ella sonrió, con una mirada algo apagada: “Si en aquel entonces hubiera preguntado menos ‘¿Tienes casa?’, ¿cómo habríamos sido?”
Mi amigo la miró y respondió con calma: “Quizá no seríamos como ahora.”
Ella no dijo más, solo bajó la cabeza y se secó las lágrimas en los ojos.
Al llegar a ese punto, mi amigo quedó en silencio por mucho tiempo.
Dijo que en ese momento entendió que muchas personas no es que no sepan amar, sino que tienen miedo a perder.
Ella preguntó por su ingreso porque la realidad la asustaba;
que no le gustara su condición, porque la vida la obligaba a calcular.
Pero cuando el amor empieza a calcular, ya pierde su calor.
Resulta que a veces la vida no necesita venganza, solo que uno pruebe un poco del contraataque del destino, y eso basta.
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